domingo, 6 de diciembre de 2009

"Memorias del corazón"

UN ALTO EN LA HUELLA
Por Alfredo Pedrós

Era víspera de Navidad; yo viajaba en tren desde Buenos Aires a Maipú a pasar las fiestas; tenía previsto arribar al pueblo a eso del medio día; faltaba muy poco cuando el convoy empezó aminorar la marcha.
Pregunté al guarda que pasaba, me respondió que nos acercábamos al pueblo de General Guido donde íbamos a detenernos unos minutos para levantar pasajeros. Fue cuando tomé el equipaje y decidí bajar ahí, en ese pueblo que conocía y hacía mucho tiempo que no visitaba. Suelo tener estas actitudes afectivas.
Era un día caluroso, se notaba que hacía tiempo que no llovía por el lugar. El camino que unía la estación al centro del pueblo, nunca me resultó tan largo y penoso. De tierra floja y con un polvo de diez centímetros de espesor, avanzaba dificultosamente con una valija en una mano y el saco en la otra – si, de saco y corbata- , mientras cada paso que daba mis mocasines se hundían quemando mis pies y el sol taladraba mi cabeza sin poder evitarlo.
Crucé el puente sobre el arroyo totalmente evaporado, entré en el boulevard solitario y me dirigí rumbo a la farmacia del pueblo. Ahí estaba Juan, mi amigo de la infancia, hoy un reconocido medico en la zona de Quilmes. Fue una sorpresa y un momento tan grato que aún el tiempo no ha podido borrar.
La farmacia era la misma que tuviera el farmacéutico de apellido Franco, cuyo hijo Carlos fue mi compañero de la secundaria en Maipú, donde ambos nos recibimos de Bachiller. Casualmente yo conocí esa casa el día que hicimos una kermes en el club del pueblo para recaudar dinero con destino al viaje de egresados.
Recuerdo que en la esquina había un almacén de un tal Martínez, creo, que tenía una hija muy bonita. Juan me indicó que ahí paraba el autobús que me conduciría hasta mi destino. Por eso no me preocupé mucho por el tiempo. Y decidí quedarme un rato más, hasta las cinco de la tarde en que pasaba la “Costera Criolla”.
Tomamos unos mates y recordamos tiempos pasados. No podía olvidar que de chico mi papá me
llevaba a Guido en ocasión de levantar las muestras de agua, que se retiraban periódicamente del establecimiento de Obras Sanitarias de la Nación y trasladaban a Maipú para enviar por ferrocarril a la capital, junto con las de Labardén y Ayacucho.
Por aquel tiempo sobresalía del establecimiento de agua corriente, la inmensa torre-tanque blanca que se erguía hacia el cielo, el parque prolijamente atendido, lo mismo que la tapia y la vereda que contrastaban con las calles de tierra. Fines de la década del ´50, no existía más asfalto que el de la Ruta Nº 2, mejor dicho hormigón.
La plaza estaba cerrada con alambre de cuatro hilos y molinetes en las esquinas para evitar que algún caballo, vacuno u ovino suelto, pisara los canteros. A comienzos de la década del ´60 supe acompañar en muchas competencias a mi hermano, el ciclista Félix Pedrós, que supo tener buena reputación en la zona practicando dicho deporte. Un amigo de él era el bicicletero local De Filipi, creo que era su apellido, andaba siempre en una moto negra de marca “Gillera”.
Ya conté que el hijo del farmacéutico era mi compañero, pero también lo eran Alfredo Villar que su familia tenía el almacén de ramos generales en la esquina frente a la plaza y el boulevard, otros eran el “cabezón” Gallo; el flaco “Guevara”, hermano de Lucy que vivían en el barrio ferroviario cerca de la estación; y mi querido amigo Ramoncito Trullet, que me había invitado a su casa el día de la Kermes, y su mamá me agasajó con unas inolvidables y exquisitas milanesas con papas fritas, que ni mi vieja las hacía tan ricas.
Volviendo al principio, debo decir que me perdí el colectivo de las cinco, porque no entró, y entonces Juan me tranquilizó diciendo que “Poín”, el hijo del dueño de la farmacia que vivía en Maipú, tenía que venir esa tarde, como a las siete, para llevarse unas cosas; se lo había confirmado telefónicamente. Tenía un flamante y poderoso “Peugeot 404”, pensé: -llegamos en un cerrar y abrir de ojos-.
Si, “Poín” era un Rodríguez Canedo (conocido corredor de autos local), no levantó el pié del acelerador hasta que llegamos, pero habíamos salido de Guido pasada las diez, y era Nochebuena. Yo tuve que llegar a mi casa, darme una ducha, cambiarme, saludar a mi novia que hoy es mi esposa, y cumplir con mi familia. Llegue quince minutos antes del brindis. Y pensar que me sobraba el tiempo… ¡Qué Navidad Señor!
Diciembre de 2009
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).