martes, 9 de diciembre de 2008

Visitante inesperado

Mi gata atrapa chicharras y me las trae. Yo digo que lo hace para demostrar que su instinto cazador está intacto a pesar de haber sido criada con paciencia y mamadera. Mila, Milagritos, txuleta, txule – a todos los nombres responde - mestiza gris y blanca llegó a casa en febrero de 2006 con un hermano, que no resistió a la bienvenida que les daba nuestro perro Buboo, un Beagle bicolor del que ya vieron su foto en alguna entrada anterior.
La semana pasada me sorprendió “la txule”, cuando bajo del paraíso con un zorzalito, entró por la ventana de la cocina con el plumífero chillando, como hizo el verano pasado con las chicharras y lo dejo a mis pies. Pueden no creer pero es verdad. El zorzal algo maltrecho y muy asustado no tuvo otra opción que aceptar mis cuidados. Ahora estamos en el período de adaptación, muy repuesto, anda buscando las lombrices en los charquitos de agua que deja la manguera. ¿Jaula? ¡No! No podría verlo encerrado.
Mila y Buboo ya se acostumbraron, igual cuando me alejo lo atropellan, él se escabulle entre las plantas, o pasa por la hendija de la puerta y se esconde en el galponcito del fondo, podría remontar vuelo, pero parece sentirse cómodo.
La visita inesperada del zorzal me recordó un cuento de Mamerto Menapace, se los dejo


El zorzal y las antenas
“Cuando uno parte, debe saber que jamás volverá a encontrar las cosas tal como las dejó. Porque aquello de lo que uno se despide, continúa viviendo. La evolución y el crecimiento suceden tanto para el que parte como para lo que quedan.
Que no te dé pena. Es la ley de la vida. Nadie puede regresar a la primavera del pasado. Sólo el que avanza puede reencontrarse con las primaveras; aquellas que también avanzan hacia nosotros. Diría que sólo la vida permite el reencuentro.
Cada tanto retorno a Avellaneda. A la del norte. Aquella que el nono gringo soñó cuando dejaba su Italia ancestral, y aceptaba como terruño para sus hijos la tierra de los zorzales y los guazunchos.
Fue en enero de este año; en ese mes en que el Paraná asolaba el litoral, y la sequía quemaba lo que la inundación no destruía. Porque así es nuestro norte: tierra de contrastes, a veces violentos. Igual que la juventud. Territorio fecundo con mucho de nostalgia y bastante de ansiedad. Profundo deseo de comunión, y honda sensación de soledad. Algo así como si la historia cinchara para adelante, y la geografía tironeara hacia atrás.
Cada vez que regreso a Avellaneda constato el brotar pujante de las antenas. Casi de cada morada humana se levanta la mano abierta de una antena de televisión, buscando atrapar la realidad novedosa que nos comunica y nos masifica a la vez. Es ley de la vida. Necesidad de crecimiento.
Quizá fuera por eso que aquel zorzalito me impactó tanto. Su canto llenaba todo el barrio en la madrugada caliente. Desde el camping, frente a mi casa, hasta la misma Iglesia, su canto limpio aleteaba sobre la confusa mezcla de los otros ruidos. Lo busqué rastrillando con la mirada los árboles chicos y grandes. Y finalmente lo descubrí parado en la parrilla de una antena. Pequeñito, allá en la altura, su voz joven y telúrica anunciaba algo distinto y quizá más auténtico que todos los programas de televisión. Desde la misma antena, también él proclamaba ingenuamente su gana de vivir y su necesidad de amor.
Era un canto sano, que le nacía de adentro. Sólo que, para captarlo no bastaba con conectar un aparato. Era preciso encender un corazón.
Al partir de Avellaneda me traje dos temores y una esperanza. Temor de que me lo silencien de un gomerazo, o de que lo sobornen con alpiste para que cante desde una jaula.
La esperanza la convierto cada día en oración: ¡Señor Dios: que mi zorzalito norteño no se muera nunca!
Me interesa vivamente el proceso que están realizando los jóvenes del norte. Su integración es cada día más fuerte para con el resto del país a través de sus estudios terciarios y de capacitación profesional. Muchos de ellos, como yo, buscan en las aulas del sur una ampliación de sus horizontes.
Pero es fundamental para la identidad de nuestra zona que no se nos muera nunca dentro del alma, y por sobre las antenas de nuestra inteligencia, el canto limpio de nuestros zorzales terruñeros.
¡Cuidado con el gomerazo!... aunque le tengo más miedo al alpiste”.
Mamerto Menapace, Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.
http://www.buenasnuevas.com/recursos/cuentos/cuento-27.htm
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).