jueves, 19 de marzo de 2009

La Central

El e-mail dice: Es de un dolorense,y habla de Dolores, pero ¿cuántas historias así habitan esos pagos,¿no,Lili?
Lo comparto
Diego Sachella

La Central.

Tuve la infancia normal de un pibe de clase media de los años 60-70.
Un buen recuerdo de esa época es la panadería “La Central”. Era fantástica: con una caja registradora grandota que tenía una manija al costado, unas facturas inolvidables, como nunca volví a probar en mi vida, igual que los merengues.
Aprendí a cruzar la calle yendo a la panadería que quedaba a dos cuadras y me acompañaba mi perro Flipper, que se llamaba así por el delfín de la tele; tenía un ojo negro y me defendía cuando querían pegarme.
Yo al principio debía pararme en puntas de pié para llegar al mostrador y me metía entre la gente para ganarles el turno, hasta que una vez una señora me dijo: “Vos estás después de todos nosotros”. Fue la mayor vergüenza de mi vida.
La gente se amontonaba en forma caótica sin formar fila ni sacar número por orden de llegada, así que se armaban unas trifulcas como para quedarse a verlas toda la mañana.
Había tres empleadas: Rosita con una voz finita a quien yo quería como si fuese mi tía pero nunca me animé a decírselo; una chiquita Mari y una gorda fenomenal que le decían “Gorda” y no me acuerdo cómo se llamaba.
La dueña era una mujer inmensa, Pona, con lentes que de tanto aumento, los ojos le quedaban reducidos al tamaño de dos porotitos, y miraba las tortas cuando las envolvía con ganas de comerlas, al igual que los billetes cuando le pagaban. Pona era famosa porque siempre se ganaba los premios de las rifas.
Había también una enana que era igualita a Pona pero chiquitita, daba impresión. Se tejía cada historia entre mágica y tremenda alrededor de esa enana que para qué le voy a contar.
También estaban los hijos de la Pona, unos gigantes que entraban, sacaban plata de la caja y se iban.
Pero el personaje central era Basilio, un hombre como de treinta años, de anteojos inmensos, corbata, camisa blanca y pantalones calzados arriba de la panza, que retaba a las empleadas, sonreía a la gente, y trataba a la Pona como si fuese la reina de Inglaterra.
Muchos años después, cuando conocí a sus hijos, me enteré que Basilio era el nombre y no el apellido. Nunca más conocí a alguien que se llamara Basilio.
Una vez nos llevaron a los nenes del jardín de infantes a conocer la panadería por dentro, y era de otro mundo, con muchísima gente de blanco y en el centro una especie de plato inmenso con unos dedos de gigante mecánico que mezclaban el engrudo. Alguien me dijo: “Mirá si te caés adentro”, me dio mucha impresión, pero aguanté valientemente las ganas de correr a que la maestra me diera la mano. Todavía me resuenan los gritos de la Pona: “¡Fíjense qué limpieza!
Me acuerdo de los operativos comandos que organizábamos para robarnos los caramelos que caían al piso de las carameleras que estaban al costado: siempre me pregunto por qué no se los pedíamos. Mi hermano me enseñó una manera espectacular de trabarme las piernas para fingir una caída y así agarrarlos, pero cuando la intenté todo el mundo se dio vueltas a verme y no pude manotear ni uno, así que había que atarse los cordones en ese lugar, más fácil y disimulado..
Las tortas, en cambio estaban mucho más resguardadas, porque estaban en una heladera con triple vidrio, y decían que era para que a los ladrones les diera más trabajo robarlas.
El kilo de pan valía dos setenta, pero yo a mamá le decía que valía tres diez, así tenía una factura asegurada. Mi vieja nunca se dio cuenta del engaño.
Fue el primer lugar en tener cartel luminoso, con luces de distintos colores para cada palabra que prendían y apagan todo el tiempo. Decían que el que hacía ese trabajito era Basilio durante toda la noche, y una vez le pregunté si era verdad. Se rió a las carcajadas pero nunca me contestó si era cierto o no.
Era la mejor panadería del mundo. Una vez fuimos a la capital a la casa de unos amigos de mis padres y llevamos una torta de “La Central” y los amigos dijeron que nunca en su vida habían comido una torta tan rica, y nosotros orgullosos, pero en realidad, ya lo sabíamos, porque venía gente de todos lados a comprar allí, siempre había personas desconocidas.
Y los empleados nunca dejaban de estar contentos, daba alegría verlos, era como si jamás hubieran tenido un problema, al igual que los de atrás, los de blanco, que salían por el portón del costado, siempre a las risas, fumando y haciendo chistes

Nunca supe ni cuándo ni de qué murió la Pona, porque yo en ese tiempo me había ido a vivir a la capital de la provincia, y las noticias llegaban de tercera o cuarta mano y generalmente distorsionadas.
De Basilio se decían varias cosas como que se había jubilado o se había muerto de tristeza o ambas cosas, y de las empleadas nadie sabía nada y a nadie le interesaba. Los panaderos de la cuadra se habían ido a otras panaderías.
Decían también que les habían ofrecido fortunas por sus recetas, pero que habían hecho un pacto de no revelarlas jamás

Volví años después con el título de Veterinario y el cargo de Inspector de Bromatología, un trabajo útil pero antipático.
Hacía inspecciones en frigoríficos, mataderos y todo lugar donde se vendiera comida.
Y un día debí hacerle la inspección a “La Central”.
Ya desde afuera no me gustó la fachada, despintada, con las cortinas metálicas bajas y el viejo cartel luminoso roto y un poco torcido.
Adentro no había nadie, casi no había pan en las bandejas y en la heladera de los postres, sólo una torta de aspecto dudoso.
Al pasar por al lado de las carameleras, miré, vi que estaban vacías y una, faltaba.
Nos atendió un moreno siniestro con bigotes grandes y cara de malos amigos que en seguida llamó al dueño, uno de los herederos de Pona, quien nos dejó pasar de mala gana.
No voy a detallar el estado en que se encontraba la cuadra porque me parece de mal gusto, sólo diré que había por todas partes cucarachas vivas y muertas; y cuando hice un comentario, se acercó el heredero con una sonrisa y me dijo: “Las estoy matando con esto”, mostrándome un frasco de un insecticida muy potente. “Es peor el veneno que las cucarachas” respondí.
Cuando vio que el desenlace era inminente me suplicó: “Si me clausurás, me matás de hambre”
Pensé que estaba tan gordo que iba a encontrar otro trabajo antes de agotar todas las reservas, pero el chiste no me hizo gracia.
En ese momento creí escuchar los gritos de Pona : “¡Qué limpieza, qué limpieza!”, las carcajadas de Basilio, se me aparecieron las miradas de Rosita y la Gorda, me acordé del amontonamiento de los clientes, de la cantidad de panaderos saliendo en sus bicicletas.
Me sacaron del trance los ojos de las inspectoras que me miraban como diciendo: “De vos depende”.
Cuando puse en la puerta la faja de clausura, tenía un nudo en la garganta.


Marcelo Roqués


“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).