Fue en uno de nuestros viajes a Gral. Guido, hace muchísimos años, cuando visité
Al regresar a Guido pedí a mi padre que volviera a hablarme de Miraflores. Papá “un autodidacto” como le gustaba titularse contaba una esa historia que le había relatado su padre, nuestro abuelo Bernabé. Papá prometió que al llegar a Banfield lugar donde vivíamos por entonces, “la bandada” de los Madrid, donde sigo instalada hoy, yo, con mis recuerdos, repasaría unas fechas y escribiría esa bella historia.
Cuando llegó el día, papá me entregó unas hojas mecanografiadas en su vieja y destartalada Underwood. Aquellas hojas, hoy desaparecidas, me sirvieron para un trabajo de Historia Argentina en la escuela. Olvidadas en algún cajón, arrojadas al cesto de papeles en alguna limpieza, talvez ocultas entre las hojas de algún libro que haya prestado, o regalado, se fueron las hojitas de papel escritas con
Definitivamente no las perdí, recuerdo bastante como para rearmar aquel relato.
Intentaré ubicarlos en el tiempo. Mi abuelo Bernabé había nacido en 1875. El Malón que arrasó con Dolores, Kakel y las estancias vecinas había tenido lugar en 1821, era obvio que el relator no había vivido los sucesos que contaba, los había escuchado de boca sus mayores, más mayores. Ahora bien mi papá recordaba que allá por 1919/20, abuelo Bernabé así contaba esta historia.
“…¿Indios? por qué llamarlos Indios si estamos en Argentina, en Buenos Aires, llanura sin límites, no hay alambres, solo horizonte y cielo, ésta es su casa, son sus tierras , es su cielo, sus soles, sus lunas, su agua, todo es de ellos, hasta más allá del horizonte, el espacio todo es de ellos, no había desierto entonces.
¿Indios? Nunca digan esa palabra, llámenlos Pampas, dueños y señores de la tierra que hoy pisamos ustedes y yo.
¿Anacoretas? Pampas, con sus costumbres, hombres mujeres y muchachos como ustedes, viviendo en una casa donde el patio no tenía paredes, donde la libertad andaba en el viento, el respeto no precisaba de alambrados.
El hombre se llamaba Don Francisco Ramos Mejia, contaban los criollos viejos, que a ellos los habían anoticiado de este suceso sus propios padres ya, que eran muy chicos cuando el malón de 1821.
En 1812 Ramos Mejía cruzó el Salado con su capataz un tal Molina y cuando llegó a los pagos de Monsalvo, les compró, con plata, a los Pampas unas tierras y construyó allí Miraflores. Decían que estaba loco, pero los Pampas lo respetaban porque él los respetaba. Las ideas de Francisco Ramos Mejia y del Cura Castañeda, como aquellas de los Jesuitas eran muy peligrosas para los intereses de la poderosa Buenos Aires y sobre todo para Don Juan Manuel.
Cerca de Miraflores se estableció el fuerte Kakel Huincul. En 1820 en la estancia de Ramos Mejia los patrones de la época firmaron el Pacto de Miraflores. Poco duro, ellos mismos rompieron el compromiso. Preso volvió Francisco Ramos Mejia a la estancia Tapiales, en el partido de
Contaban unos viejos reseros en rueda de fogón, vaya uno a saber si fue cierto, que muchos años habían pasado del malón, cuando cierto día unos pampas crinudos le salieron al cruce y rodearon el carruaje donde iban las hijas de un patrón.
Al ver, los pampas, que los caballos llevaban la marca de Ramos Mejia las dejaron seguir viaje. Adentro las mujeres temblaban, se persignaban y rezaban. Ellas nunca sarían que no era precisamente Dios quien les salvaba la vida.
Esos pampas no habían conocido Ramos Mejía, pero conocían su marca. Habían mamado lo que ese hombre había infundido a sus mayores: respeto, porque el respeto no se enseña sino respetando y a respetar no se aprende si uno no es respetado.
Francisco Ramos Mejía murió en 1825 y cuentan que los Pampas que lo acompañaban en Tapiales cruzaron con él, ya muerto, el río Matanza y nunca nadie supo donde lo enterraron.”
La anécdota más pequeña, ese recuerdo que parecía olvidado y de repente apareció, son como las piezas de un rompecabezas, colocadas en su lugar nos hacen ver mejor porque somos como somos, solía decir mi padre “un autodidacto” como le gustaba definirse. Lo suscribo.