miércoles, 26 de diciembre de 2007

Una visita a Kakel Huincul

Fue en uno de nuestros viajes a Gral. Guido, hace muchísimos años, cuando visité la Laguna de Kakel, en el Partido de Maipú y como pasa siempre, cuando uno es chico, volví fascinada con la historia que aquella tarde y mientras recorríamos el sitio donde “supuestamente” había estado el Fuerte Kakel Huincul surgía de la charla que mantenían mi padre, mis tíos y Don Abel Cepeda, que aquel día era nuestro guía. Caminábamos mirando el suelo, en cada piedrita yo creía ver la punta de una flecha. Con excesivo cuidado, casi en puntitas de pie anduve esa tarde por el sitio donde habría de ubicarse el cementerio de los pampas. También oí ese mismo día, que un pedacito de la extensa laguna de Kakel entraba en Gral. Guido… vean ustedes, las pequeñeces que recuerdo.
Al regresar a Guido pedí a mi padre que volviera a hablarme de Miraflores. Papá “un autodidacto” como le gustaba titularse contaba una esa historia que le había relatado su padre, nuestro abuelo Bernabé. Papá prometió que al llegar a Banfield lugar donde vivíamos por entonces, “la bandada” de los Madrid, donde sigo instalada hoy, yo, con mis recuerdos, repasaría unas fechas y escribiría esa bella historia.

Cuando llegó el día, papá me entregó unas hojas mecanografiadas en su vieja y destartalada Underwood. Aquellas hojas, hoy desaparecidas, me sirvieron para un trabajo de Historia Argentina en la escuela. Olvidadas en algún cajón, arrojadas al cesto de papeles en alguna limpieza, talvez ocultas entre las hojas de algún libro que haya prestado, o regalado, se fueron las hojitas de papel escritas con la Underwood. No las perdí por que las llevo en mi recuerdo. Don Abel sentenciaba “libro que se lee no se pierde”. Esas hojas fueron para mí como un libro.

Definitivamente no las perdí, recuerdo bastante como para rearmar aquel relato.

Intentaré ubicarlos en el tiempo. Mi abuelo Bernabé había nacido en 1875. El Malón que arrasó con Dolores, Kakel y las estancias vecinas había tenido lugar en 1821, era obvio que el relator no había vivido los sucesos que contaba, los había escuchado de boca sus mayores, más mayores. Ahora bien mi papá recordaba que allá por 1919/20, abuelo Bernabé así contaba esta historia.

“…¿Indios? por qué llamarlos Indios si estamos en Argentina, en Buenos Aires, llanura sin límites, no hay alambres, solo horizonte y cielo, ésta es su casa, son sus tierras , es su cielo, sus soles, sus lunas, su agua, todo es de ellos, hasta más allá del horizonte, el espacio todo es de ellos, no había desierto entonces.
¿Indios? Nunca digan esa palabra, llámenlos Pampas, dueños y señores de la tierra que hoy pisamos ustedes y yo.
¿Anacoretas? Pampas, con sus costumbres, hombres mujeres y muchachos como ustedes, viviendo en una casa donde el patio no tenía paredes, donde la libertad andaba en el viento, el respeto no precisaba de alambrados.

El hombre se llamaba Don Francisco Ramos Mejia, contaban los criollos viejos, que a ellos los habían anoticiado de este suceso sus propios padres ya, que eran muy chicos cuando el malón de 1821.

En 1812 Ramos Mejía cruzó el Salado con su capataz un tal Molina y cuando llegó a los pagos de Monsalvo, les compró, con plata, a los Pampas unas tierras y construyó allí Miraflores. Decían que estaba loco, pero los Pampas lo respetaban porque él los respetaba. Las ideas de Francisco Ramos Mejia y del Cura Castañeda, como aquellas de los Jesuitas eran muy peligrosas para los intereses de la poderosa Buenos Aires y sobre todo para Don Juan Manuel.

Cerca de Miraflores se estableció el fuerte Kakel Huincul. En 1820 en la estancia de Ramos Mejia los patrones de la época firmaron el Pacto de Miraflores. Poco duro, ellos mismos rompieron el compromiso. Preso volvió Francisco Ramos Mejia a la estancia Tapiales, en el partido de la Matanza con su familia y un grupo de Pampas que nunca lo abandonó. El Cura Castañeda quedó preso en Kakel y Molina huyó. Pero no por cobarde se fue para volver más tarde, levantando polvaredas, galopando junto sus amigos los Pampas… llegaron un atardecer de 1821 arrasaron el fuerte de Kakel Hincul, Dolores y las estancias vecinas, sólo Miraflores quedó de pie toda un señal.

Contaban unos viejos reseros en rueda de fogón, vaya uno a saber si fue cierto, que muchos años habían pasado del malón, cuando cierto día unos pampas crinudos le salieron al cruce y rodearon el carruaje donde iban las hijas de un patrón.

Al ver, los pampas, que los caballos llevaban la marca de Ramos Mejia las dejaron seguir viaje. Adentro las mujeres temblaban, se persignaban y rezaban. Ellas nunca sarían que no era precisamente Dios quien les salvaba la vida.

Esos pampas no habían conocido Ramos Mejía, pero conocían su marca. Habían mamado lo que ese hombre había infundido a sus mayores: respeto, porque el respeto no se enseña sino respetando y a respetar no se aprende si uno no es respetado.

Francisco Ramos Mejía murió en 1825 y cuentan que los Pampas que lo acompañaban en Tapiales cruzaron con él, ya muerto, el río Matanza y nunca nadie supo donde lo enterraron.”

La anécdota más pequeña, ese recuerdo que parecía olvidado y de repente apareció, son como las piezas de un rompecabezas, colocadas en su lugar nos hacen ver mejor porque somos como somos, solía decir mi padre “un autodidacto” como le gustaba definirse. Lo suscribo.



“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).