viernes, 31 de julio de 2009

Biblioteca clásica



LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA
“Será verdad lo que se afirma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los viejos no renunciarán a sus protestas contra los jóvenes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas.
Los viejos olvidan que fueron jóvenes y éstos parecen ignorar que serán viejos; el camino a recorrer es siempre el mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de ésta a la inferioridad mental.
¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóvenes revolucionarios terminen siendo viejos conservadores? ¿Y que de extraño es la conversión religiosa de los ateos llegados a la vejez? ¿Cómo podría el hombre activo y emprendedor a los treinta años, no ser apático y prudente a los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la vejez nos haga avaros, misántropos, regañones, cuando nos va entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa fuera cerrando una por una todas las ventanas entreabiertas frente a la realidad que nos rodea?
La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida; ella nos dice con voz firme que lo anormal no es nacer y morir en plenitud de nuestras funciones. Nacemos para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte.
Sin embargo, los viejos protestan que no se les respete bastante, mientras los jóvenes se desesperan por lo excesivo de ese respeto. La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su De Senectute con el mismo espíritu que Faguet escribe ciertas páginas de su ensayo sobre La Vieillese. Aquel se quejaba de que los viejos eran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia. Asombran las palabras de Faguet cuando afirma que los viejos los gobiernan: gerontocracia se explica allí, donde no hay más ciencia que la experiencia y los viejos lo saben todo, pues cualquier caso nuevo les resulta conocido por haber visto muchos similares. Dice Faguet que el libro puesto en manos de los jóvenes, es el enemigo de la experiencia que monopolizan los viejos. Y se desespera por que el viejo ha caído en ridículo, aunque comete la imprudencia de juzgarle con verdad “convengamos de buena fe que se presta a eso: es obstinado, es maniático, es verboso, es cuentista, es fastidioso, es regañón y su aspecto es desagradable”, ningún joven ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su volumen sobre el culto de la incompetencia.
Faguet opina que el viejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grave error que solo prueba su vejez.
Toda sociedad en decadencia es propicia a la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia individual; por eso a los jóvenes originales se les cierra el acceso al Gobierno hasta que hayan perdido su arista propia, esperando que la vejez los nivele, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes a su grupo social. Por eso las funciones directivas suelen ser patrimonio de la edad madura; la “opinión publica” de los pueblos, de las clases o de los partidos, suele encontrar en los hombres que fueron superiores y empiezan ya a decaer, el exponente natural de su mediocridad. En la Juventud son considerados peligrosos, solo en las épocas revolucionarias gobiernan los jóvenes; la Revolución Francesa fue ejecutada por ellos, lo mismo que la emancipación de ambas Américas. El progreso es obra de minorías ilustradas y atrevidas. Mientras el individuo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de las mayorías conservadoras.
No hay, pues, la falta de respeto que, en sus vejeces respectivas señalaron Platón, Aristóteles y Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar que por el camino de la vejez se llega a la mediocridad, es la aplicación simple de una ley general que rige todos los organismos vivos y los prepara a la muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados a ver desteñirse las hojas y deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el invierno?
Admiremos a los viejos por las superioridades que hayan poseído en la juventud. No incurramos en la simpleza de esperar una vejez santa, heroica o genial tras una juventud equivoca, mansa y opaca; la vejez no pone flores donde solo había malezas, antes bien, siega las excelencias con su hoz niveladora. Los viejos representativos que ascienden al gobierno y a las dignidades, después de haber pasado sus mejores años en la inercia o en orgías, en el tapete verde o entre rameras, en la expectativa apática o en la resignación humillada, sin una palabra vil y sin un gesto altivo, esquivando la lucha, temiendo a los adversarios y renunciando los peligros, no merecen la confianza de sus contemporáneos ni tienen derecho a catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en falsete y mueven a risa. Los hombres de carácter elevado no hacen a la vida la injuria de malgastar su juventud, ni confían a la incertidumbre de las canas la iniciación de grandes empresas que solo pueden concebir las mentes frescas y realizar los brazos viriles.
La experiencia viril complica la tontería de los mediocres, pero puede convertirlos en genios, la madurez ablanda al perverso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Si se arrepiente no es por santidad; sino por impotencia.

El Hombre mediocre. De José Ingenieros. Biblioteca Clásica y Contemporánea. Editorial Losada S.A Buenos Aires.

“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).