lunes, 11 de enero de 2010

Viaje a la alegría

Las casualidades me llevaron a toparme con el Blog de una familia que viaja uniendo pueblos http://viajesrastas.blogspot.com/ Las fotos de esos niños felices, desplegando sonrisas, desandando vías, mostrando carteles de estaciones, contando historias me recordaron que “La alegría no es más que saber disfrutar de las cosas simples de la vida.”
El Maestro Mario Benedetti escribió:
“Defender la alegría como una trinchera /defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas…
Muchas veces siento que al recordar algo, estamos defendiendo pedacitos de alegrías, defendiéndolas
“como una certeza / del óxido y de la famosa pátina del tiempo”


Los recuerdos viajan en tren

- Cómo llego a Egipto? pregunte
- En un transatlántico o mejor en avión respondió tía María mientras servía el té.
- No podríamos viajar en Tren?
-¡Imposible, querida! Eso es imposible.
-¿por qué? insistí sin apartar la vista de esas fotos que ilustraban la nota sobre el Valle de los Reyes y la tumba de Tutankamón, el rey niño.
-Por que hay que cruzar el océano que es “inmensamente” profundo respondió tía.
- y bueno entonces me quedo dije resignada mientras veía por la ventana que daba al patio la lluvia, que me retenía en aquella pequeña cocina. Llovía y María me propuso hacer un viaje imaginario.

-Pasajeros al tren voceo ella anunciando que el coche comedor se encontraba abierto. Entre risas y más risas salímos chucu chu chucu chu. Ya ubicadas en aquel tren de mentirita, en el coche comedor tomando té, comiendo buñuelitos angelones y “sanguichitos” de tomate y queso. Esa tarde tía María leyo para mí ese artículo de los egipcios del que recuerdo con minuciosidad la leyenda de la Diosa Bastet que protegía a los humanos através de los ojos de los gatos. Los gatos, "esos michalicos" a los que los egipcios llamaban miu eran sagrados me explicaba tía mientras yo tomaba mi té con leche y nuestro tren fantástico cruzaba el Valle de los Reyes costeando el río Nilo rumbo a Alejandría, para ver el faro.
Yo tendría por entonces cinco o seis años, no he olvidado ningún detalle. El recuerdo, huele a patio mojado y azúcar quemada...


Definitivamente “La alegría no es más que saber disfrutar de las cosas simples.” Y “defenderla es un derecho”
No vengo de familia ferroviaria pero, desde siempre supe que el ferrocarril era trabajo, paisaje y disfrute. Aprendí que había que cuidarlo, que me pertenecía, que nos pertenecía y que era irremplazable aunque no me pudiera llevar hasta Egipto.

Mi primer recuerdo, talvez el más lejano con “el pata de fierro” llega por el andén número uno, entre nubes de vapor, y aquel trabalenguas “Erré con erré cigarro/ erré con erré barril/ rápido corren los carros/ cargados de azúcar del ferrocarril”
Por otro andén, llega el recuerdo de un trencito, que armaba mi hermano, con su mecano… vías, máquina, vagón de carga. Una tarde me acoplé a su juego, y él refunfuñando provocó un terrible descarrilamiento; entonces, mi padre educó:
-¡Tenga mano compañero!, si los destroza ¿en que va a viajar mañana?
Mientras restablecíamos el servicio, yo pregunte:
-Papi ¿cómo funcionan las locomotoras?
Y mi padre, me lo explicó con sencillez. Didáctico, Madrid, me hizo ver la fuerza del vapor en el pico de la pava.
Al tiempo que me contaba que los trenes cruzaban ríos, trepaban montañas, franqueaban montes y selvas, atravesaban desiertos, se internaban en los socavones de las minas.


Entrelazan, pueblos, ciudades. Llevan y traen noticias, piedras, lana, carne… decía papá cuando yo interrumpí: y azúcar, ¿azúcar, llevan verdad?
-¡azúcar!, por supuesto que llevan ¡carros cargados de azúcar!.
También, viajan los tarros llenitos de leche para Don Caeiro - por entonces el lechero que cada mañana llegaba con el tintineo de esas verdes botellas hasta la puerta de casa-.
Y los diarios y revistas, mi Billiken entre ellos que “El Pibe”, recibía en la estación y cargaba en el enorme canasto de su bicicleta para repartirlos casa por casa.


Un día en el Hall de Plaza Constitución, frente a la réplica de una vieja locomotora de vapor, papá hizo la pregunta: - A ver compañera si puede ud. decirme ¿cómo era que funcionaba ésta locomotora? –
Respondí sin dudar “…el vapor de agua, empuja el pistón que mueve la máquina que la impulsa”. ¡Muy Bien!!!


Ese día supe que el Ingeniero Guillermo White había nacido en Dolores y que Banfield llevaba el nombre del primer gerente del Ferrocarril del Sud, así, con "d" final. ¡muy inglés! decía Madrid Viejo.

Era el tren el motivo para interrumpir “los deberes” y salir saltando en un pie por el pasillo a la vereda para desde allí, andando, sobre el dibujo de baldosas azules, amarillas o coloradas de las veredas llegar hasta la placita de la estación en tardes de primavera, al encuentro de papá y de tí­o Loro, que regresaban de sus respectivos trabajos. “Matizábamos” la espera, como le gustaba decir a tía María, comiendo caramelos media hora.
Recuerdo que me demoraba acariciando las florcitas azuladas del mburucuyá que crecían enredadas en el alambrado que por entonces, separaba la plaza de las vías del andén número uno. El color naranja de las trompetillas y los tacos de reina, las campanitas azules, las matas de corona de novia. El perfume de tilos; el aroma de la segunda horneada de pan que se escapada de la panadería La Ideal, el buzón rojo del Correo, el mítico bar El Sol… Toda esa escenografía ayudaba para que la Estación Banfield fuese tan pero tan linda, ¡la más linda!
Sobre uno de los puentes esperábamos ver el tren abandonando la estación de Escalada y corríamos escaleras abajo. En el penúltimo escalón, hacíamos tiempo, mientras la formación se detenía en el andén. El grito del guarda ¡Baaaanfield!. Como hormigas el gentío bajaba del tren, entre la muchedumbre, ellos nos saludaban con el diario en alto.

Los sábados desandábamos las cinco cuadras que nos separaban de la estación para alcanzar al “pata de fierro” que nos llevaba a Burzaco, Brandsen o Jeppener. Viajar, viajar con las ventanillas abiertas, los ojos entrecerrados para cuidarlos del viento que desordenaba mi pelo y de “los panaderos” que se colaban al interior del coche. Si el rumbo era Brandsen había que trasbordar en A. Korn, allí nos esperaba a “la chanchita”. En Brandsen, los primos.

Era el tren quien traía las cartas, las encomiendas, las visitas desde Guido, Dolores, Tandil, Mar del Plata, Córdoba, Santa Fe, Zapala.
Con la llegada de noviembre, era "fija" que el tren, nos llevaría a Gral.Guido.


El destino quiso que en el tren que nos regresaba un verano desde Pinamar a Madariaga, en medio de la confusión, gritos, astillas y vidrios yo reencontrara a Manuel, mi amigo invisible, mi ángel de la guarda. ¡Sí, no se sorprendan!, todos tuvimos en nuestra infancia, un amigo invisible, el mío se llamaba Manuel y estaba siempre columpiándose en las ramas del limonero del patio de casa; un día deje de verlo, no me moleste en buscarlo, pero la mañana del accidente allí estaba “Manuel” con nosotros; explicando lo inexplicable. Sólo con él cerca se comprendía que a pesar del accidente todos salimos ilesos. El tren había chocado con una máquina de esas que se usan para nivelar caminos. Arribamos a Banfield sin una raspadura y con mi padre cursando el infarto de miocardio, diagnóstico que conoció setenta y dos horas después de haber llegado y del que yo tome conciencia años más tarde.

El tren de carga, los cargueros, obraban en mí una suerte de seducción e intranquilidad.
El recuerdo más lejano, ese tracatrac,tracatrac,tracatrac de unos vagones grises pasando frente a mí; yo, tapadito rojo, sentada en un banco del anden de la estación, mi papá esta allí. Los vagones pasan, yo cuento uno, dos, tres… hasta la soledad infinita del furgón de cola desde dónde me saluda una “mano sin cuerpo” que atribuyo al chipá, ese cuco que había descubierto en un cuento de miedo y al que bautice “Chipá Carmona”.
-¡No se asuste compañera! el chipá no anda de día. Además, si llegara por acá, su amigo invisible, su angelito de la guarda, ese tal Manuel, él la cuida y no dejaría ni que se le arrime el chipa, créame dijo mi padre.
Ese comentario confieso, no me tranquilizó, muy por el contrario confirmó mi sospecha, el chipa carmona, igual que la solapa o el hombre de la bolsa se cubrían con “el negro poncho de la noche”, y como lo describía tía María, ponían los pelos de punta de los niños desobedientes. Yo era un poquito desobediente!
Los cuentos de miedo de tía María, daban muchísimo miedo de verdad. Un miedo parecido, me produjo, años más tarde, escuchar el final de aquella conversación…“El Pata de Fierro no perdona, hermano, o te mata o te mutila”. Recuerdo que me fui a dormir aquella noche con una tristeza infinita al comprobar que los ángeles de la guarda, alguna vez podrían no llegar a tiempo.


Fue escuchando esas atrapantes historias donde los protagonistas eran solitarios vagabundos, recorriendo kilómetros, con “su mono” y con “un tal Bakunin” por compañero. Esos descoloridos polizones, temibles libertarios, perdidos en la gris monotonía del pesado carguero, atravesando campos, pueblos, ciudades, con todo su capital a mano, en “la bagayera” Eran linyeras… un día pasaron a ser Crotos, no dejaron de ser anarquistas.

Por donde el tren pasaba, volaban historias, desparramaba palabras nuevas que yo coleccionaba, ayuda mutua, justicia, fraternidad, unión, libertad. Cómo aquella historia del médico que bajó del tren para asistir a una parturienta en Formosa y decidió quedarse para siempre en ese pueblito perdido.
-¿Y si el tren no pasaba?
-Sólo sabemos que el tren pasó y el Dr. Laureano Maradona bajó en Estanislao del Campo.
Con esa historia aprendí ese día la palabra “Filantropía”.

Me divertí haciendo viajes imaginarios con tía María y también en los verdaderos, cuando en los años sesenta, con la ventanilla abierta el viento me enredaba el pelo.
Lo sufrí en los setenta cuando viajar los escasos 15 kilómetros que nos separan de Constitución, se habían convertido en un “suplicio”. Creí cuando en los ochenta prometieron “electrificado llegara puntual”. En los noventa en medio del desbarajuste organizado por los charlatanes de turno imagine a “el pata de fierro” rendido detrás del largo paredón de los talleres de Escalada
La curiosidad me llevo a visitarlo y descubrí que no estaba escondido, ni replegado, ni vencido. Esta allí, cuidado por su familia, ferroviarios con “voluntad de memoria”, sus incondicionales de siempre, maquinistas, foguistas, cambistas; estirpe ferroviaria. Allí está mostrándonos su historia, que se entrelaza con la de cada uno de nosotros, pasajeros del Roca.


… Y sí, los recuerdos también viajan en tren.
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).