domingo, 22 de febrero de 2009

"...el todo suele ser más que la suma de sus partes."


Al igual que la matera éste almacén de recuerdos no ha de cerrar “por derribo”. Los aluviones producidos por la grieta en la pileta del polideportivo municipal no son los primeros, ojalá sean los últimos. Desde aquí seguiré invitándolos a reunirse.

Nos llamamos Freddy, aunque lo olvidemos
Por
Sergio Sinay
Había una vez una hoja, la hoja de un árbol, llamada Freddy. Un día, cuando aún era pequeña, descubrió que “estaba rodeada de cientos de hojas, o así lo parecían. Pronto descubrió que ninguna hoja era igual a la otra, aún cuando estuvieran en el mismo árbol”. Freddy aprendió a distinguirlas, a conocerlas y a quererlas. Pasaron las estaciones y al llegar el invierno, con viento y nieve, las hojas empezaron a caer, hasta que una tarde “Freddy quedó solo. Era la única hoja que permanecía en la rama”. Así, en un amanecer, después de una nevada, “llegó el viento que separó a Freddy de su rama. No le dolió nada. Se sintió flotar, suave, delicada, serenamente hacia abajo. Al caer, vio el árbol entero por primera vez. ¡Qué fuerte y firme era! Estaba seguro de que viviría mucho tiempo, y el saber de que él había sido parte de esa vida lo llenó de orgullo.”
El otoño de Freddy la hoja es una hermosa historia contada por Leo Buscaglia y, al sintetizarla, elegí usar algunas de sus frases textuales. En los últimos tiempos, desde que los argentinos vivimos acontecimientos inéditos, volví a leerla un par de veces, porque me parece que aquello que Freddy aprendió durante su vida como hoja es nuestra gran asignatura pendiente. Me refiero a tomar conciencia de que ninguna persona es un árbol y de que somos todos hojas, distintas, ninguna igual a otra, de un tronco común.
La idea de que es posible salvarse solo, de que mientras sea otro y no yo el perjudicado todo está bien, de que “el otro se las arregle como pueda” y de que, en fin, el otro es mi obstáculo antes que mi prójimo, se extendió con mucha facilidad en los tiempos recientes de nuestra historia, se convirtió en un rasgo distintivo de nuestra cultura y, lamentablemente, tiñó buena parte de los vínculos personales y sociales: trabajo, política, negocios, consorcios, familia, pareja.
Imaginemos que en un cuerpo humano uno de los órganos (digamos el pulmón) sufre un repentino ataque de egoísmo y decide que él quiere para sí todos los nutrientes, toda la sangre, todo el oxígeno. Y que cuando se le recuerda que los demás órganos también necesitan eso mismo, el pulmón responde: “Que se embromen, que se las arreglen como puedan, yo quiero ser un pulmón sano y vigoroso y vivir muchos años, así que necesito todo para mi”. Con seguridad, faltos de nutrientes, sangre y oxígeno, los demás órganos no tardarán en enfermar y, si el proceso no se revierte, más temprano que tarde todo el organismo que ellos integran y conforman acabará por enfermar y morir. ¿De qué le habrán servido al pulmón su codicia, su voracidad, su falta de solidaridad? ¿Puede un órgano sano sobrevivir por sí mismo en un organismo enfermo?
El cuerpo humano es un maestro sabio y sus metáforas son poderosas. Observando su funcionamiento podemos entender leyes fundamentales de la vida. Cada órgano es distinto, ninguno puede reemplazar a otro, todos son imprescindibles, el alimento, la sangre, el oxígeno, los nutrientes son bienes comunes. Y hay una finalidad compartida: la salud, la vida.
Como pareja, como padres o madres, como comerciantes o trabajadores, como profesionales, como ciudadanos somos órganos de un cuerpo que nos trasciende. Cada uno de nosotros es Freddy, una hoja entre otras, expresiones únicas de un árbol común. Es tan sencillo y, sin embargo, parece que es muy fácil de olvidar. Acaso es la lección que viene a recordarnos este duro invierno que, paradójicamente, se instaló entre nosotros cuando el calendario señalaba el verano.
Antes que cualquier consideración política, económica, social o psicológica, esta perspectiva merece ser tenida en cuenta. Sobran los momentos de nuestra vida privada y pública, social e íntima, individual y colectiva en los que hemos visto pulmones que se tientan con olvidar al resto del organismo. Es responsabilidad de todos recordarles que una parte no es el todo. Cuando esa conciencia crece y se contagia, el todo suele ser más que la suma de sus partes.
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).