El Museo permanece cerrado, los políticos “desvelados” por el próximo 28, los vecinos ocupados en sus quehaceres diarios…, los jóvenes soñando futuros posibles, parece que nada ha cambiado en nuestro pueblo, sin embargo, casi invisible “El candil de la nona” comienza a iluminar las mesas familiares, pronto habrán de reunirse en el circulo de luz que proyecta, y entonces, con timidez, con vergüenza, con la culpa del olvido a cuestas, nos preguntaran... ¿llegamos tarde?... Y nosotros, los guardianes de la memoria, contadores de cuentos, resucitadores de anécdotas “apretaditos como trenza de ocho” al calorcito de la llama de la lámpara… les daremos la bienvenida, agrandaremos el espacio, para que se arrimen y escuchen esas historias que les pertenecen, que los trascienden.
Hoy, traigo una reflexión, un cuento de Mamerto Menapace. Monje Benedictino del Monasterio de Santa María de los Toldos en nuestra provincia Buenos Aires: “El Candil de la Nona”
El Candil de la nona ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad.
Como si a fuerza de estar y de alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y permanecer.
Era una lámpara antigua de bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi recuerdo, si lo que la adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y los acontecimientos habían ido ganándole un rostro.
Tenía ese noble color del bronce, y la capacidad de alumbrar en silencio.
Era una lámpara con pie. Cuando se la encendía, se la colocaba siempre en el centro de la mesa familiar. De ahí que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno. Porque en verano vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio.
Pero la lámpara de bronce tenía esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto quedado, de entre miles de objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido en lo más íntimo de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa misteriosa fuerza para crear la comunión.
Cuando entrada la noche se encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera crecer a su alrededor el silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños dilatábamos las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el mar hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa aquella lámpara.
Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo. Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas bulliciosas; que en ocasiones había creado la sombra precisa para ocultar una mirada furtiva; y que su llama había mantenido la luz necesaria para alimentar las confidencias.
En aquellos tiempos viejos, quizá había sido en las noches de la llanura la única respuesta de luz en leguas a la redonda, para el diálogo de nuestros abuelos con las estrellas.
No la sentíamos vieja. Porque intuíamos que había superado el tiempo. De la misma manera no nos atrevíamos a llamar vieja a una fruta madura. Madura de alumbrar, había terminado por asumir la vida en sí misma. Uno sabía que esa madurez de vida era el combustible que le permitía seguir alumbrando quieto.
Porque tenía una rara manera de alumbrar sin hacer ruido: tenía una luz mansa.
Aparecía entre nosotros a eso de la oración; y su presencia en la mesa familiar convertía en liturgia esos ritos primordiales de partir en cada plato la polenta humeante y el guiso oscuro y fuerte.
Cuando luego de unos años de ausencia volví a mi familia, la vieja lámpara ya no estaba allí con su color bronce y su luz mansa. Pero su ausencia seguía creando ese hueco de silencio familiar.
El candil de la nona fue en mi vida uno de esos objetos vivientes que me enseñaron que los humanos también tenemos raíces".