martes, 27 de mayo de 2008

El Crucifijo


Este crucifijo es muy pero muy viejito.
- ¿Cuándo fue la Revolución de los Libres del Sur? - ¿1839?... Con duda pero respondía
- ¡Bien! Aprobaba mi padre
- Entonces, no me equivoco si afirmo que ha de tener más de 125 años decía mientras lo miraba sobre la palma de su mano.
- Cuando vayamos a Gral. Guido vamos a visitar el Museo de Dolores y la Pirámide que recuerda el levantamiento de los Libres de Sur. Prometía y cumplía.
Papá tenía esa cualidad envidiable del narrador, que siempre logra acaparar la atención del público. Alguna vez leí que “la narrativa oral jamás estuvo destinada a ser escrita ni leída; es alimentada y abrevada por el aliento vital de sus interpretes y por el aplauso de una audiencia critica pero equitativa” Cuentos Celtas Relatos mágicos de hadas y duendes de Roberto Rosaspini Reynolds
Yo era, en aquellos años, su audiencia. Madrid matizaba sus relatos con fechas y datos oficiales. Con maestría describía, detallaba, enumeraba los objetos, las flores, los colores, sus fragancias. Yo creía percibir el perfume de las magnolias, el amarillo profundo del aromo, la fresca sombra del patio de los parrales. Las araucarias de la entrada, el cerco perimetral, las pajareras, el San Cipriano navegando en el lago artificial, la Capilla. No, no conozco el Palacio San José (Residencia del Gral. Urquiza. Concepción del Uruguay. Entre Ríos) pero podría recorrerlo con los ojos vendados, y detenerme en el lugar exacto donde el atardecer 11 de abril de 1870 cayó herido de muerte Justo José de Urquiza. Mi padre me llevaba así con sus relatos siempre apasionantes a no olvidar fechas, acontecimientos históricos, lugares que aún sin conocerlos me resultan familiares.
Eso sucede también, con esta historia que recordé ayer cuando leí un comentario de Diego en la Matera.
“Siempre me pregunto si habrá sucedido comenzaba diciendo mi padre, pero, porque no creer, que este crucifijo es aquel y lo ponía en mi mano. Entonces, continuaba.
Relataban unas viejas tías de mi madre que éste crucifijo se desprendió del rosario de una de ellas, la noche aquella de la tormenta. Aferrada al rosario ella se santiguó cuando el primer refucilo iluminó la noche. ¡Qué tormenta, Santo Dios! Decía mamá que refería su tía al evocar aquella noche de viento, lluvia y refucilos. Fue entonces cuando en el relumbrón del relámpago creyeron ver, o talvez vieron la cabeza de
Pedro Castelli caer desde lo alto de la pica.
Por la misma ventana, contaban, vieron aquellas figuras; una mujer de rodillas y un hombrón de poncho negro, como la misma noche, allí, frente a la pica. Otro resplandor y esas figuras alejándose, la mujer parecía llevar en los brazos, algo semejante a un niño arropado. Así se perdieron en la noche. Por la mañana cuando todos se acercaban a la pica y se santiguaban, ellas, las niñas, buscaban el crucifijo - que reapareció años más tarde debajo del antiquísimo Arcón forrado con piel de Toro que había llegado del otro lado del mar - y repetían: Nada, nosotras no vimos nada, Tatita.
Pero ellas vieron a esa mujer con sus ropas ensopadas y un mozo de poncho negro perderse en la noche.
¿Habrá ocurrido, realmente? Me pregunto hoy, mientras miro el crucifijo, y recuerdo que “… el cuento que no se narra, muere”
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).