viernes, 27 de junio de 2008

"del humilde bendito al chalé"

Nos retiramos con Cruz
A la orilla de un pajal;
Por no pasarlo tan mal
En el desierto infinito
hicimos como un bendito
con dos cueros de bagual.
Martin Fierro. José Hernández

Tanta carpa, en la Plaza del Congreso, me recordó cuando armaba “Mi bendito” Una cuerda, que tía María tendía uniendo dos patas de la mesa del comedor o la cocina y una “cobija” color marrón, era todo lo necesario para que yo me instalara en la carpa, con mis muñecas y mis cacharros. Primero fue debajo de la mesa, después a la sombra del limonero, hasta que tío Loro, ¡siempre tío Loro! construyó para mí una casita de madera, pegadita al olivo que yo llamaba aceituno. Los banquitos de cadera, de abuelo Bernabé, esos que un día los tíos Madrid decidieron regalarle a Alejo Cepeda, formaban parte del mobiliario de mi casita.
¡Quién te ha visto y quien te ve, ayer, al amparo del humilde bendito y hoy, en este chalé! decía tía cuando venía de visita; eso sucedía todas las tardes.
Una de esas tardes nos sorprendió la tormenta, no hubo tiempo para hacer “la cruz de sal” . Corrimos a la cocina, desde la ventana veíamos cómo el viento castigaba los árboles del jardín. De repente el viejo acebuche, no resistió más y se “tumbó” Las ramas cayeron sobre el techo del chalé y para completar, un sapo decidió guarecerse en el interior, yo no lo vi, pero tía decía que ella lo había visto “colarse” por la puerta, que habiamos olvidado "trancar en la disparada"
La decisión, no se hizo esperar, cuando papá llego del trabajo ordenó:
-El domingo por la mañana vamos a desarmar la casita. Todos se sumaron. Yo traigo las empanadas dijo tía María.
-Que sean marcadas pidió Madrid.
El domingo cuando me desperté estaban todos. Mi abuelo Cesáreo, ayudando con su “serrucho zapallero” a cortar las ramas del aceituno, que según contaba ya estaba en el lote, cuando él compró. Tío Mochi cebaba mate
- ¡Buenos días chiquita llegó la orden de desalojo! dijo tío Loro cuando me vio en el patio.
El oficial de justicia fue implacable, no lo conmovieron mis lágrimas, primero sacaron las ramas que cubrían el techo, después los banquitos, mis cacharros, colgaron del cordel la cobija marrón, y comenzaron a desclavar las maderitas. Al sapo no lo ví.
Mi mamá lavó todas mis muñecas. María se puso a armar las empanadas, a mi me dio la tarea de colocar el huevito picado y las pasas de uvas.
Tiempo después en el lugar plantamos un muérdago que aún está en el jardín. No hubo otra casita, y si la hubo, no fue como aquel Chalé.

“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).