El 31 de octubre de 2006, el tren me había dejado en la estación, Marilu y Juliana, me esperaban, ¡había llegado a Guido!, y de pronto me encontré con unos chiquitos disfrazados pidiendo caramelos en la puerta de la galería de nuestra casa. ¡Halloween, che! Dijo Juliana Martinez... y yo recordé que la Noche de las Brujas es una fiesta de la cultura anglosajonaque nada tiene que ver con nosotros, con nuestra cultura. Después de golpear a la puerta los niños dicen la frase "Truco o trato". Si los amenazados les dan dulces, dinero o cualquier otro tipo de recompensa, han aceptado el trato. Si ocurre lo contrario, los chicos les mancharan las puertas de sus casas, atemorizándolos. Halloween es una derivación de la expresión inglesa All Hallow's Eve (Víspera del Día de los Santos). Se celebra en los países anglosajones, principalmente en Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido. También es popular en Australia y en ocasiones se celebra en Nueva Zelanda. Sus orígenes se remontan a los celtas, y la fiesta fue exportada a los Estados Unidos por emigrantes europeos en el sigloXIX, más o menos hacia 1846. La fuerza expansiva de la cultura de EE.UU ha hecho que Halloween nos haya invadido, no solo militarmente se domina un país. El día de Halloween, en tiempos modernos se considera una fiesta estadounidense. (Wikipedia).
Yo estaba en Guido, el “tío Sam” y la Globalización, también. En la cocina de casa, con Marilu comenzamos a recordar cuando nuestros tíos Madrid, ¡las barras!, como decía Doña Petra, llegaban para el 1º de noviembre. Los preparativos del viaje comenzaban el mismo día que regresaban, ¡Sí!, así era, siempre estaban volviendo y de tanto volver, un día decidieron quedarse en la barranca, soñando atardeceres. El viaje propiamente dicho empezaba en la estación de Temperley, bajábamos del colectivo en fila, guiados por tío Loro y escalábamos la ancha escalera, para descender más adelante en el anden correspondiente; los bolsos, el paquete con las flores, las que María cultivaba en sus macetas y el de las perdurables Siemprevivas que comprábamos en la florería de Don José, frente a la estación de Banfield, la noche anterior.
¡Ahí viene!, ¡ahí viene! gritaban felices, cuando divisaban al tren entrando en la curva próxima a la estación. ¡Arriba, todos arriba!, ¿estamos todos? Se preguntaban. Todos, entonces éramos siete, inseparables. Siete, el número mágico, ellos tres, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo. ¡Allá vamos!, se entusiasmaban, ¡anímate chiquita! que lo vamos a pasar lindo. El 1º de Noviembre era una fiesta y los tíos mis Druidas. A diferencia de Halloween que se basa en el miedo, en lo oscuro. Nuestra fiesta estaba llena de color, más allá del dolor que provoca la pérdida de un ser querido, allá íbamos, cargando las flores como en el cuento “Las Coronas” de Juana De Ibarbourou (Chico Carlo, los que tienen mi edad lo habrán leído), acomodábamos las florcitas, primero los abuelitos y Horacito, después tía Leliz y así seguíamos, cada viaje más flores, cada noviembre se hacía más lenta la recorrida, más agua para los floreros, más ausencias, más soledades…
Definitivamente, querida Juliana Martinez, me quedo con aquella fiesta del 1 y 2 de noviembre, con el traqueteo del tren corriendo sobre las destartaladas vías, las que parecen, poco apetecibles para los insaciables globalizadores.
Me quedo con los recuerdos, con las viejas fotos y con la esperanza de que cada día seamos más, los que nos neguemos a aceptar “la fatalidad de la historia” y apuntemos al rescate de lo perdido.
Yo estaba en Guido, el “tío Sam” y la Globalización, también. En la cocina de casa, con Marilu comenzamos a recordar cuando nuestros tíos Madrid, ¡las barras!, como decía Doña Petra, llegaban para el 1º de noviembre. Los preparativos del viaje comenzaban el mismo día que regresaban, ¡Sí!, así era, siempre estaban volviendo y de tanto volver, un día decidieron quedarse en la barranca, soñando atardeceres. El viaje propiamente dicho empezaba en la estación de Temperley, bajábamos del colectivo en fila, guiados por tío Loro y escalábamos la ancha escalera, para descender más adelante en el anden correspondiente; los bolsos, el paquete con las flores, las que María cultivaba en sus macetas y el de las perdurables Siemprevivas que comprábamos en la florería de Don José, frente a la estación de Banfield, la noche anterior.
¡Ahí viene!, ¡ahí viene! gritaban felices, cuando divisaban al tren entrando en la curva próxima a la estación. ¡Arriba, todos arriba!, ¿estamos todos? Se preguntaban. Todos, entonces éramos siete, inseparables. Siete, el número mágico, ellos tres, mi papá, mi mamá, mi hermano y yo. ¡Allá vamos!, se entusiasmaban, ¡anímate chiquita! que lo vamos a pasar lindo. El 1º de Noviembre era una fiesta y los tíos mis Druidas. A diferencia de Halloween que se basa en el miedo, en lo oscuro. Nuestra fiesta estaba llena de color, más allá del dolor que provoca la pérdida de un ser querido, allá íbamos, cargando las flores como en el cuento “Las Coronas” de Juana De Ibarbourou (Chico Carlo, los que tienen mi edad lo habrán leído), acomodábamos las florcitas, primero los abuelitos y Horacito, después tía Leliz y así seguíamos, cada viaje más flores, cada noviembre se hacía más lenta la recorrida, más agua para los floreros, más ausencias, más soledades…
Definitivamente, querida Juliana Martinez, me quedo con aquella fiesta del 1 y 2 de noviembre, con el traqueteo del tren corriendo sobre las destartaladas vías, las que parecen, poco apetecibles para los insaciables globalizadores.
Me quedo con los recuerdos, con las viejas fotos y con la esperanza de que cada día seamos más, los que nos neguemos a aceptar “la fatalidad de la historia” y apuntemos al rescate de lo perdido.