lunes, 18 de febrero de 2008

Postales de nuestro pueblo II


Hoy les propongo recorrer nuestro pueblo por las páginas de "El Camino es Largo"
El autor de esta novela, (relato, como le gustaba decir a él) es el Dr. Augusto J. Bialade, nacido en Gral. Guido en 1903, hijo de Don Augusto Pedro Bialade, Jefe del Registro Civil y de Juana Cambiaggi, Maestra.
La familia Bialade vivió en Guido hasta 1916, en ese año se trasladaron a Dolores.
"El Camino es largo" fue editado en Diciembre de 1972 por Ediciones "Los Vientos" Buenos Aires.
…Sofrenó al tobiano colorado y se quedo mirando a lo lejos la llanura dorada por el sol de enero, aquel montoncito de árboles, casas y ranchos blanqueados, que eran como un mojón en la planicie, interrumpiendo en un pedacito la firme pegazon de la tierra con el cielo. Sobre el verde oscuro de las arboledas apuntaba hacia arriba la torre cuadrilonga de la humilde iglesia, pintada de blanco y terminada en una pirámide de cuatro caras iguale.
Hacia el oeste, ocultos casi por el resplandor del sol declinante y semitapados por nubes de jejenes, los montes de la Quinua y de Newton parecían en la distancia pequeños accidentes de la corteza terrestre. Más para este lado, el de Santa Catalina era un apezuñamiento corto y deforme, y sobre la costa oeste de la laguna del Carnero el viejo caserón de El Mirador con un descarnado eucalipto que visto desde lejos semejaba un vendedor de globos. Comenzó a reconocer los demás montes y poblaciones que salpicaban el llano de viruelas verdes y grises, más acá y más allá. Los Nogales, Kaquel, Pichimán, el puesto de los Betti, la tapera de la Posta Vieja con la marca honda de sus derruidos zanjones, y una veintena más de manchas en los que bailaba un recuerdo, asomaba un nombre o revivían algunas caras en el florecer de sus pensamientos.”
Pagina 289.

…el tiempo no es más que una sensación de distancia entre nuestras ideas del presente y los reflejos de las percepciones de otras épocas. Comenzaron a pasar como en un caleidoscopio los paisajes que vistieron sus ojos de niño con los frescos colores que presta la edad a los ventanales del alma engarzada en un cuerpo también fresco. Las calles polvorientas, las veredas de tierra o ladrillos, bordeada de manzanilla florecida en botones blancos y amarillos, las altas casuarinas de la plaza y los matorrales de las barrancas de la laguna, volvieron a su imaginación con los tonos que en una memoria tensa por la emoción del acercamiento, dibuja el lápiz intencionado de los presentimientos.
Encendió un cigarrillo, expiró largamente el humo y taloneando suavemente a su cabalgadura siguió andando al tranco en dirección al pueblo que de a poco se iba agrandando por sobre las orejas erectas y movedizas del caballo. La huella ancha y blanqueada de polvo, serpenteaba por el camino muy poco transitado que viniendo de las Barrancas Coloradas y La Unión, se recostaba sobre la laguna antes de entrar a la población, ara desembocar en la ancha calle que la enhebra de punta a punta. Tras de unos ranchos disimulados por álamos de altos plumeros, aparecieron las tapias bajas y vencidas del pequeño cementerio, con pobres monumentos blancos y las cruces de hierro asomando como un plantío visto por encima de la pared de ladrillos sin encalar, caídos en partes.
Detrás, el vasto espejo de la laguna cortaba en redondel el horizonte hasta mostrar al otro lado una orilla baja, de pastizales verdes, pareciendo que la llanura entraba despaciosamente en el agua. Bandadas de cisnes ponían en el contraluz del solazo de aquella tarde, el movedizo punteo de las alas blancas entreverado con el rosado plumaje de espátulas y flamencos…” Pagina 290

…siguió al tranco por la calle ancha y polvorienta. Estaba anocheciendo por detrás del largo edificio de la Municipalidad un resplandor rojizo interrumpía la tinta oscurecida del cielo. Al pasar frente a la plaza, justamente al filo de una calle que moría en las vías del ferrocarril, vio a la luna llena asomando su disco redondo y enorme por una ranura de los campos lejanos, extendidos sobre cañadones y duraznillares quien sabe hasta donde. Miró a la mano derecha la iglesia de paredes blanqueadas y su torre cuadrada, en cuyos altos anidaban los lechuzones y los murciélagos. En el despacho del cura una luz amarillenta alcanzaba apenas a pintar los vidrios pintados de blanco. Más allá la confitería con algunos parroquianos sentados en la vereda y luego uno aquí y otros más lejos, algunos negocios echando con sus luces humildes un poco de claridad hacia fuera. Mentalmente los fue recorriendo. La farmacia del pueblo, la sastrería de, ¿quién? Ya no se acordaba del nombre; lo de Echaniz, el almacén de Gallo, la tienda del turco José y la panadería, la última esquina antes de tomar el terraplén bordeado de sauces verdes y copas lloronas que conducía a los puentes de madera tendidos sobre el arroyo del Carnero. A medida que subía, el pueblo se alargaba a su frente en una sola calle, mientras que las casas desparramadas n el anochecer se empequeñecían y achataban. Ya estaba en el puente. Debajo, el agua estancada brillaba a esa hora silenciosa copiando los resplandores dispersos por los cielos todavía, y el camalote rojizo extendía grandes alfombras opacas sobre su superficie. Unos silbidos salían ocultamente desde las achiras y las malezas acuáticas que festoneaba el camino junto al agua dormida. El arroyo, crecido se ensanchaba después de la boca barrancosa de la laguna hasta alcanzar más de una cuadra de anchura remojando las bases del alto y alambrado callejón que unía a dos de las tres partes del pueblo.
Al desembocar en el otro lado miró en la dirección que le había indicado Saiz, alcanzando a distinguir entre un resplandor mortecino que salía del rectángulo alargado de una puerta a la bacía colgada de la parte de afuera.
-Aquí debe ser –se dijo.
Llegado, desmontó atando el caballo a un alambre tenso entre dos palos y entro en la barbería.Pagina 299
“Despojados de su memoria, los pueblos se opacan mueren y suelen morir en medio de la algarabía de imaginar que el pasado no interesa, aturdidos por voces que llaman a no recordar, apalabrados por ilusionistas que susurran que hoy todo empieza de nuevo. Las raíces pueden secarse si una voluntad de memoria no se opone a la voluntad de olvido. Sin esta finalidad no hay ética posible”. Héctor Schmucler (1994 Revista Universidad Nacional de Córdoba).